De paseo en el mar de La Barra de Tecoanapa

*La Barra es un pueblo de pescadores. Todos los hombres que habitan ese lugar conocen la lengua del mar

*Lo afro, con todo lo que esto representa, ha sido exotizado y ha sufrido procesos de extractivismo cultural, educativo e incluso político durante décadas

ISRAEL NICASIO
MARQUELIA, GRO.

Para salir de paseo debemos contarnos: uno, dos tres, cuatro… hasta el diecisiete. El día de hoy decidimos ir a la playa con primos, tíos y algunos vecinos. Diecisiete personas hemos tomado camino desde casa de mi tía Lola hasta el mar. Para lograr esto hemos perdido tres horas del día.

El calor de La Barra de Tecoanapa es aplastante, así como el vaivén de las personas dentro de la casa. A la entrada, en algunos cuartos improvisados con telas, mis primos deliberan si es mejor llevar sólo traje de baño o short para después ponerse a jugar sobre la arena.

Después, en la cocina, mis tías y tíos deciden si la comida será suficiente o si alguna fruta nos sería de ayuda para mitigar el hambre. Al fondo de la casa, en donde parece que el monte se ha comido la vivienda, mis padres observan con detenimiento cada uno de los trayectos realizados por los expedicionistas de hoy. Todos sonríen.

Contar diecisiete voluntades, organizarlas, ordenarlas y explicarles el plan del día no es tarea menor. Cada uno decide que todos deberíamos hacer algo distinto. Algunos dicen que deberíamos ir a comer, sin pasar por el mar; otros comentan que deberíamos ir al río, pero no al mar, porque el agua está muy sucia debido a tanta basura que llega por el río; hay quienes piensan que deberíamos de ir al mar y a comer, pero no al río. Los últimos piensan que deberíamos quedarnos en casa y no salir, pero en caso de que se decida otra cosa, prefieren no ir al mar, tampoco al río, sino solo a la palapa a donde podemos beber y comer hasta saciarnos.

La casa de mis tíos se encuentra a poco más cuatrocientos metros del mar caminando de frente. Desde la puerta se puede observar el oleaje y también los zopilotes que vuelan en círculos sobre el cadáver de algún animal. El marco de la casa regala una imagen casi perfecta del horizonte. Mis tíos han vivido en este pueblo desde el nacimiento del primer hijo, hasta la llegada de los nietos, los pudieron ver casi a todos. Han visto cambiar el horizonte, el ambiente y hasta la demografía sin notarlo. No es culpa suya no ver todo lo que ha sucedido en tanto que ellos habitan el mundo con la inmediatez suficiente de quien aprende a adaptarse a lo que se le ofrece para sobrevivir.

No obstante, ellos siempre han visto que el universo en que se desenvuelven cambiaba de personas, colores y ritmos, pero no de oportunidades. Las familias se mantienen, así como las relaciones políticas y las convivencias generacionales. Cada uno de mis primos y primas sabe de memoria el linaje de todos aquellos que conforman este pueblo. También reconocen la manera en que ese linaje adquiere prácticas sociales que, por lo sabido durante generaciones, deben ser respetadas, reconocidas y replicadas.

Recuerdos

Cuando yo era pequeño, venir a este pueblo implicaba realizar una expedición que me parecía interminable. Llegar desde la casa de mi padre a Marquelia tomaba poco más de dos horas; ir de Marquelia a La Barra representaba una espera de más horas que por alguna razón se volvían un conteo infinito. Formarse, cargar las maletas (en mi caso una bolsa con chanclas y mis juguetes) y hacer una fila para subir a una camioneta de redilas que había sido adaptada con tablas para aprovechar el espacio. Elegir los asientos, los mejores cerca de algún tubo para recargarse y comenzar el viaje de un pueblo a otro. Sacudirse durante todo el recorrido.

Una vez arriba, con la camioneta tan llena como fuera posible, no había marcha atrás. Animales, maletas, bolsas, garrafones; llantas, pedazos de madera, alimentos. Además de las cantidades interminables de personas, los cargamentos parecían aludir a un proceso migratorio casi definitivo. Cada vez que me tocaba observar el paisaje, pensaba en todo lo que implicaba una mudanza. Por alguna razón me cuestionaba sobre lo mucho que requería una persona para irse de un lugar a otro y no volver. En muchas ocasiones estuve equivocado, casi todos los viajeros llevaban cargamentos así de grandes por lo complicado que era volver una y otra vez a Marquelia por alguna cosa, por pequeña que fuera, para satisfacer necesidades: cepillos de dientes, jabón, medicamentos, aparatos electrónicos, etc. Todo lo que se pudiera llevar era suficiente y quizás muy necesario para garantizar una estancia cómoda en La Barra.

Cuando asomaba la cabeza por alguna de las rendijas, mientras esperábamos el arranque de la camioneta, miraba el despliegue de comerciantes alrededor del vehículo: mujeres levantando charolas rojas, amarillas o blancas con enchiladas, tamales, botellas de agua y cualquier otro alimento que algún turista o tripulante de los vehículos estacionados deseara para comer durante el camino. Los cúmulos de mercantes semejaban a los bancos de peces que había visto en fotografías de los libros escolares. Grupos de mujeres, en muchas ocasiones familiares, intentaban cerrar cualquier trato, por mínimo que fuera, para conseguir algunos pesos en ganancia. Ahora entiendo que las condiciones de vida las obligaban a trabajar así, durante horas bajo el sol y les exigían entonar los comentarios más veloces y poderosos para convencer a los potenciales clientes. La economía de la costa era muy frágil y de la organización de las madres de familia dependían muchas cosas, incluso la supervivencia de los espacios mercantiles.

Una vez sentados en la camioneta, sobre los asientos improvisados con maderos, solo quedaba esperar al primer rechinido para saber que en algún momento, cuando fuera posible, llegaríamos a casa de mis tíos y miraríamos el mar moviéndose muy cerca de la puerta principal. Desde el comienzo del viaje, casi siempre se escuchaba el mismo comentario “El camino está bueno; está liso, claro que podemos pasar”, decían algunos conductores. Los pasajeros, acostumbrados a las condiciones de las veredas y de las carreteras de la zona, secundaban resignados esos comentarios. Mejor era poder llegar que no llegar. Mejor poder volver a casa que pasar otra semana sin ver a sus familiares. Sumado a lo sinuoso de los caminos, el calor aplastante de la Costa Chica formaba la dupla perfecta para volver ese recorrido una expedición digna de una película de exploradores. No había otra forma de desplazarse.

Nueva

carretera

La carretera que alimenta algunos de los pueblos de la Costa Chica fue “modernizada” hace algunos años, al menos eso marcan los señalamientos que dan fe de los kilómetros intervenidos con presupuesto público. La idea de modernización hace referencia a la ampliación de la vereda sobre la que corren los autos. Durante más de treinta años solo había un carril de ida y otro de vuelta hasta la ciudad. Sin embargo, el estado de ésta, ahora que se ha modernizado, es extraño. Muchos automovilistas utilizan el carril de auxilio como si se tratara de un carril más, poniendo en riesgo los trayectos de otros viajeros. Los baches a lo largo de todo el trayecto desde Acapulco hasta Ometepec no se hacen esperar. Los últimos dos huracanes provocaron que la erosión del material asfáltico se acelerara; sin embargo, nadie parece tener la intención de reparar los hoyos que en ocasiones parecen cráteres enquistados en el panorama costeño.

El camino hacia La Barra de Tecoanapa se ha modernizado, ha cambiado con el paso de los años y no tal vez por voluntad de la gente, sino por mera necesidad. La carretera ha llegado hasta la casa de mis tíos, hasta el extremo del pueblo; sin embargo, ese nuevo dispositivo urbano no parece recibir la misma atención que la carretera panamericana.

Algunos pobladores dicen, resignados, que no hay presupuesto para arreglar el asfalto hacia los pueblos pequeños. Otros pobladores mencionan que no siempre se puede beneficiar a todos por igual. Los menos dicen que no hay interés real por hacer que los pueblos aledaños a Marquelia sobresalgan. Sea la razón que sea la que defina el porvenir de los caminos guerrerenses de Costa Chica en esta nueva modernidad, es necesario mencionar que pareciera como si La Barra se hubiera quedado en el olvido.

Sumado al problema de vialidad, la contaminación que inunda al pueblo, así como la precariedad que se observa desde la entrada, ha sido una constante desde que mi memoria lo puede recordar. Los depósitos de basura, así como las casas hechas con pedazos de láminas o dejadas a medias en la obra negra, parecen no tener el objetivo de terminarse.

Pueblo de

pescadores

La Barra es un pueblo de pescadores. Todos los hombres que habitan ese lugar conocen la lengua del mar, incluso aquellos que se han ido a distintos lugares para vivir mejor saben a la perfección lo que comunican las mareas en cada momento del año. Mis primos y sobrinos, así como mis tíos, saben manejar una red, tejerla, destejerla; pesarla para la pesca. Esa es tarea que los varones aprenden por necesidad y que define gran parte de su vida.

Por otro lado, las mujeres son comerciantes expertas. Conocen las diferencias de la fauna marina de la que se han visto rodeadas por décadas. Mis tías, primas y sobrinas saben a la perfección las características de cada tipo de pez, así como las maneras en que puede cocinarse. Todas ellas se levantaron por años antes de que los gallos cantaran para ir a la compra-venta de mercancía. Todas ellas movieron el otro lado de la pesca, la insignia por la que ese pueblo se conoce, y le dieron vida a la economía doméstica, sin que ese esfuerzo fuera reconocido con anterioridad.

El trabajo diversificado obliga a los habitantes a saber su destino desde que pueden caminar. Cada rol debe ser cumplido a rajatabla y con el compromiso de perpetuarlo a menos que algo cambie las posibilidades de algunos individuos, como la migración. Muchos habitantes han salido de ese pueblo. A diferencia de lo que se observa en otras zonas, La barra de Tecoanapa cuenta con gente de todas las edades y con todas las preocupaciones posibles. En otros pueblos solo es posible ver gente de la tercera edad cuidando niños pequeños. Esto puede representar mucho para todos los que hemos crecido mirando este lugar muy de cerca.

Los habitantes de La Barra saben de la modernización a paso lento de la Costa Chica y reconocen el olvido en que han vivido por años. Algunas de las personas con las que he podido platicar reconocen, también, que la contaminación del pueblo ha sido una constante en su memoria. Los olores, los cráneos de animales regados por distintos lugares, el agua encharcada, siempre han estado ahí. Pareciera que esos elementos jamás se irán de este pueblo.

Cuando llegábamos a casa de mis tíos, los abrazos eran cálidos. Los ojos de las personas que han nacido escuchando las olas del mar eran distintos de aquellas que se han criado mirando las montañas. Unos miran con la serenidad de las montañas; los otros con la profundidad del océano. La casa de mis tíos siempre olía a leña recién quemada y a comida. Mis primos andaban de un lado a otro, delgados, con el cabello corto, apurados por irse a trabajar en lo que crecían.

Mi madre siempre fue recibida con mucho cariño; ella, como muchas otras mujeres comprendía la necesidad del cuidado doméstico. La dotora, como le decían, se encargaba de revisar durante días a las personas del pueblo. Una de mis primas, la de cabello rizado y sonrisa escandalosa, era su asistente. Infección de garganta, diarrea, embarazos, artritis, fracturas, fiebres… Todo tipo de padecimientos se hacían presentes cuando anunciaban la llegada de La dotora. La mancha de niños pequeños recorría la casa como si de un banco de peces organizados se tratara, todos sonreíamos al unísono y gritábamos de la misma manera. No conocí a todos mis primos, pero me hubiera gustado saber todos sus nombres, sus sueños y también sus miedos como hijos del mar.

En una ocasión, después de la expedición en camioneta desde Marquelia, mamá llegó enferma. La cadera, la cabeza, la espalda, el cuello, el estómago. Todo le dolía y ella no encontraba la mejor posición para descansar. El recorrido había sido en extremo accidentado. La camioneta rechinó más de lo habitual. Tal vez porque el camino estaba descubierto, sin intervenciones selváticas en la vereda es que se consideraba como “bueno”.

Mi mamá tuvo que ser auxiliada por la huesera del pueblo. Ambas mujeres reconocieron distintas sabidurías en la mirada de la otra. Una confió en el conocimiento de la otra y permitió que ese conocimiento le sirviera de apoyo para mejorar su estado de salud. La casa olió a ungüentos, combinados con comida y leña vieja. Mamá se compuso y en ese momento entendí que cuando hablaban de que “el camino estaba bueno”, no siempre significaba que pudiera ser recorrido con comodidad, sino que se trataba de ser accesible, con todas las complicaciones que eso representara.

Reconocimiento

al pueblo afro

Treinta años después, el camino que va de Marquelia a La Barra ha cambiado; ahora hay asfalto donde antes solo había terracería. Los accesos a las playas y a las casas de quienes habitan esa zona de la costa son más asequibles, pero no por eso están en buenas condiciones. La carretera que llega hasta el pueblo de los pescadores está erosionada, pero en mejores condiciones que hace poco más de una década, eso es innegable a la vez que preocupante.

Tal vez sea momento de pensar en garantizar no el mínimo necesario para que los pueblos de la Costa Chica sobrevivan, sino el acceso a mejores condiciones de vida para los pobladores, lo que significaría una mayor inversión en servicios y protección para esa zona del Estado de Guerrero. En consecuencia, eso implicaría un mayor compromiso por parte de la administración en turno para con la ciudadanía y por lo tanto, con la responsabilidad social y la justicia que esto implica.

Dentro de los cuidados que la población requiere, los servicios médicos son imprescindibles, así como los educativos y la seguridad. Lo anterior es solo una selección de todas las necesidades que requieren ser atendidas con urgencia en la Costa Chica. La modernización debería, en gran medida, representar una mejora en las condiciones de vida de la gente y por distintos factores pareciera que se les ha obligado a adaptarse, no que se les ha acompañado en es proceso de incorporación a las nuevas dinámicas políticas y sociales de las que se han vuelto partícipes hace pocos años.

En 2019 se dio el reconocimiento constitucional de los pueblos afromexicanos. Esto, en resumen, implicó no solo una celebración pública, sino también un compromiso con las poblaciones que fueron olvidadas durante tantos años. Sin embargo, el trabajo con la Costa Chica debió significar un compromiso real desde muchos años atrás y ese trabajo lo ha hecho la misma gente que lucha por sobrevivir a espaldas de una formación gubernamental que pocas veces les respondió.

Si bien es cierto que las nuevas condiciones sociopolíticas permiten un mayor acceso a recursos, programas federales y también a la participación política, también es necesario reconocer que las personas afrodescendientes siempre estuvieron ahí y que en muchas ocasiones tuvieron la necesidad de migrar para encontrar mejores oportunidades, porque en las zonas donde crecieron no había esperanza alguna.

El compromiso constitucional debería significar también un compromiso real con cada pueblo para mejorar las condiciones de vida y todo lo que eso conlleva.

Los procesos migratorios a los que se han visto obligadas muchas poblaciones de la costa no son efectos espontáneos ni meros caprichos, son resultado de un esfuerzo por lograr vivir de manera digna. La migración, con todos los matices que pueda representar, entonces, es resultado de la necesidad que experimentan los habitantes de los pueblos afromexicanos.

Observar esos procesos migratorios, así como las condiciones en que quedan pueblos como La Barra de Tecoanapa, permitiría comprender las necesidades de sus habitantes y así desarrollar proyectos sociales de intervención que sean efectivos.

Lo afro, con todo lo que esto representa, ha sido exotizado y ha sufrido procesos de extractivismo cultural, educativo e incluso político durante décadas. La gastronomía, las propuestas arquitectónicas, antropológicas e incluso educativas han perpetuado estas dinámicas en nombre de la ciencia y del desarrollo educativo, los mismos habitantes lo señalan en repetidas ocasiones. “Vienen los estudiantes y nos dicen que van a hacer una tesis, nos preguntan cosas, toman fotos, se están unos días y nunca volvemos a saber de ellos”. Es momento de voltear a mirar esos pueblos con la consigna de responder por el olvido al que han sido confinados.

Caminar desde la casa de mis tíos hasta la playa implica atravesar una serie de accidentes geográficos en donde la contaminación está presente y si bien es responsabilidad de los pobladores el cuidado de la zona que habitan, también es responsabilidad de quien gobierna diseñar los planes de acción para mitigar la problemática de la contaminación que también deja ver la precariedad en la que este pueblo se ha desarrollado. No se trata únicamente de recoger la basura sino de generar las condiciones y posibilidades de desarrollo que permitan un mejor desenvolvimiento de la vida en La Barra de Tecoanapa.

Si uno mira de un lado a otro del pueblo, observa que el primer impulso de desarrollo económico es el comercio. Pero no puede haber un despunte si no se generan oportunidades para garantizar ese desarrollo y para provocar que el comercio cumpla con una de las funciones económicas diversificadas que son necesarias para el desarrollo de cualquier región.

Después de horas de espera, por fin nos organizamos. Diecisiete personas emprendemos el camino hacia el mar. Escucho las voces de mis sobrinas y sobrinos. Bromeo con mi prima y pienso en que su risa es inconfundible. Cada carcajada viene desde algún lugar en donde solo el mar puede imitar el sonido. Hace calor. El sol parece advertirnos de no llegar a nuestro destino, de abandonar la expedición, de pensar que en otro momento podríamos volver. Pero las ansias de mojarnos con el agua salada mientras llega la noche, no nos detienen.

Miro algunos zopilotes volando en círculos a la distancia y pienso en el tiempo que estaremos en la playa.