Advierten expertos colapso ecológico tras huracanes en Guerrero

KARLA GALARCE SOSA
QUADRATÍN GUERRERO

La conmemoración del Día Mundial del Medio Ambiente llegó con una paradoja difícil de ignorar en esta entidad.

Mientras el calendario marca un día para celebrar la vida natural, el territorio muestra un paisaje marcado por la pérdida, la erosión y la ausencia de políticas efectivas para conservar lo que queda.

Entre 2001 y 2023, Guerrero perdió unas 134 mil hectáreas de árboles, cifra que representa más del cuatro por ciento de su cobertura forestal original.

Así lo documentó Vigilancia Forestal Globa, una plataforma de monitoreo ambiental impulsada por el Instituto de Recursos Mundiales (WRI por sus siglas en inglés), que recopila y visualiza datos satelitales sobre la pérdida de cobertura forestal en todo el mundo.

La pérdida equivale a una disminución del 4.4 por ciento desde el año 2000 y, aunque no se nota de inmediato, se siente con cada temporada de calor, con cada tormenta más agresiva, y revive en la memoria de quienes sufrieron el azote de los huracanes Paulina en 1997, Otis en 2023, John el año pasado… y ahora la padecen también frente a las constantes manifestaciones del mar de fondo en las costas.

Pero no sólo los árboles están desapareciendo, pues los manglares, esos ecosistemas que protegen la costa y filtran la vida entre el agua dulce y la salada, también han cedido terreno.

Manglares
agonizan

En 1979, Guerrero contaba con más de 16 mil hectáreas de manglares.

Hoy queda apenas la mitad, luego de que a lo largo de los años, el concreto y la presión inmobiliaria avanzaron justo donde el ecosistema era más frágil.

De acuerdo con el Sistema de Monitoreo de Manglares de México, gestionado por la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio), esa cobertura se redujo en casi 52 por ciento hacia 2020, lo que representa una pérdida de más de ocho mil 600 hectáreas.

Este deterioro no fue casual, sino se debió al crecimiento urbano desordenado, a la expansión turística sin regulación y a la ausencia de políticas de conservación efectivas.

Uno de los casos más graves es el de la laguna Negra de Puerto Marqués.

En 1970 albergaba casi 200 hectáreas de manglar, sin embargo, para 2020 quedaban apenas 73.

Luego llegó Otis y no solo arrasó con casas y hoteles, devastó lo poco que quedaba de esos humedales costeros. Lo que antes era una barrera natural contra tormentas, hoy es una franja de tierra completamente descubierta.

El estudio más reciente sobre el daño estructural a estos ecosistemas fue publicado en 2024, semanas antes de las lluvias del huracán John.

Su objetivo fue diagnosticar las áreas de manglar afectadas por Otis y proponer una restauración ecológica asistida, con participación comunitaria.

De ello surgió un libro coordinado por Herlinda Gervacio Jiménez, Salvador Villerías Salinas y Benjamín Castillo Elías, centrado en los estragos observados en las lagunas Negra y de Tres Palos.

Calor

Otis no fue un caso aislado. Apenas once meses después, John tocó nuevamente las costas de Guerrero, esta vez como huracán categoría tres. Aunque su fuerza fue menor, sus consecuencias se sumaron entre deslaves en la sierra, afectaciones en manglares, pérdida de cultivos, caminos bloqueados y aún más fragmentación del paisaje vegetal.

Y mientras los ecosistemas costeros no logran recuperarse, el mar sigue moviéndose.

El mar de fondo —ese oleaje largo y persistente que llega desde tormentas formadas a miles de kilómetros— se ha convertido en una amenaza constante.

En playas como Revolcadero, Alfredo V. Bonfil o Pie de la Cuesta, el agua arrastra la arena, socava caminos y erosiona la costa a un ritmo acelerado.

Lo que antes era un proceso natural, hoy actúa como una fuerza destructiva alimentada por la pérdida de cobertura vegetal.

Lo vemos en los intentos por contener el oleaje con muros cada vez más frágiles frente a los restaurantes construidos sobre la franja de arena.

En menos de una década, esas construcciones pasaron de estar protegidas por la duna a quedar expuestas a la intemperie.

El Veladero

Los efectos lejos de ser solo climáticos, se cruzan con la deforestación.

Donde antes había raíces que sostenían el suelo, hoy hay tierra suelta y vulnerable; donde había sombra, hay pavimento.

La fragilidad del Parque Nacional El Veladero lo demuestra. Ubicado en el anfiteatro natural de este puerto, y extendido también a parte del municipio de Coyuca de Benítez en la región Costa Grande, ha sufrido una degradación paulatina pero constante.

Estudios de la Universidad Autónoma de Guerrero (Uagro), llevados a cabo entre 2005 y 2021 por Juan Camilo Cardona y Branly Olivier Salomé, documentaron la pérdida significativa de selva baja subcaducifolia y bosques de encino, especialmente por el crecimiento urbano y la presencia de asentamientos irregulares.

Integrantes de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) confirmaron que, tras el paso del huracán John, algunas zonas del parque quedaron socavadas y el agua arrastró tierra y rocas por arroyos que antes eran retenidos por raíces que ya no están.

Pero hay más

Apenas el mes pasado se reportó la construcción de una torre de telecomunicaciones de 120 metros de altura en pleno parque, sin permisos ambientales.

A eso se suman decenas de invasiones, donde cada intervención remueve vegetación, altera el suelo y expone aún más la zona a futuros desastres, de las cuales, Quadratín Guerrero ha dado cuenta.

Investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) han advertido desde hace años que la expansión urbana sin orden ha deteriorado seriamente la cobertura vegetal en la bahía de este puerto.

Esto ha reducido la capacidad de los ecosistemas para regular la temperatura, filtrar el agua o amortiguar desastres.

Artículos publicados en la revista Amelica detallan cómo la selva baja subcaducifolia, predominante en áreas como El Veladero, ha sido fragmentada por caminos clandestinos, construcciones ilegales y desarrollos impulsados tras las crisis de vivienda derivadas de los huracanes.

Ante ello, la doctora María Teresa Corral García ha advertido que: “La resiliencia ecológica de la entidad está siendo sobrepasada por una combinación de abandono institucional, presión urbana y fenómenos climáticos cada vez más frecuentes y extremos”.

Comunidad

La pérdida de vegetación no es sólo un problema ecológico, sino una amenaza para quienes viven del campo, para quienes dependen del agua que filtran los bosques, para quienes pescan en lagunas rodeadas de mangle, también la padecen quienes construyen sus hogares en laderas, sin árboles que frenen la lluvia.

Quadratín Guerrero ha documentado cómo estos fenómenos están interconectados y lo ha hecho con mayor énfasis en los últimos años.

En la cobertura de los estragos de Otis, se dio voz a especialistas, biólogos y familias desplazadas.

En la crónica de la restauración en el poblado de Tres Palos de la periferia de Acapulco, se mostró que la resiliencia existe, pero no llega sola; se necesita ciencia, organización y compromiso.

El investigador Benjamín Castillo señaló que no es casualidad que quienes más luchan por recuperar los manglares o reforestar la sierra sean comunidades que llevan años siendo ignoradas.

Destacó el vínculo entre naturaleza y sociedad, “ahí sigue”, aunque desgastado en medio de relevos gubernamentales o intereses económicos.

Más aún, cuando acechan intereses de la delincuencia organizada, que observa y presiona cada movimiento en los territorios comunes.

Urgen acciones

Los investigadores coincidieron en que el estado no sólo está perdiendo árboles, sino que está perdiendo barreras naturales contra tormentas, reservas de agua, amortiguadores de calor y también la futura reserva ecosistémica para nuevas generaciones.

Indican que recuperar lo que se ha perdido requerirá más que discursos.

Se necesitaría presupuestos, voluntad política, suma de esfuerzos, participación comunitaria y, sobre todo, tiempo.

Un árbol no crece de un día para otro, y un manglar no se regenera solo, tras embates huracánicos.

Los expertos aseguran que no se trata sólo de salvar el paisaje para presumir para un discurso de promoción turística, sino que se trata de cuidar lo que mantiene el equilibrio como ecosistemas, suelos, con los pueblos que aún resisten y se niegan a desaparecer.